Caracas, los cielos azules de Diciembre y el Ávila siguen ahí, maravillosos en la distancia, maravillosos en la memoria. Ha pasado poco más de un año, superé el duelo migratorio y asumí el desarraigo.
Extraño a mi familia y a mis amigos, no al país. Asumí la distancia, me adapté a un nuevo estilo de vida y entendí que emigrar es una decisión propia. Las conversaciones con mis padres ya no giran alrededor de “deberían vender todo y venirse”.
Desapareció la sensación de desamparo que me acompañó durante los primeros meses. Ahora tengo referentes y lugares favoritos, veo caras conocidas y me siento parte de la ciudad.
Sé de dónde vengo y lo agradezco, pero no siento la necesidad de salir a la calle vistiendo una gorra tricolor y la franela de la vinotinto. Sí, soy venezolana, pero decidí marcharme porque mi país me generaba más angustias y miedos, que alegrías y oportunidades.
Desde el primer día establezco comparaciones y la conclusión sigue siendo la misma: tomamos la decisión correcta.
Ya no imagino cómo sería nuestra vida en Venezuela. Ahora nuestros planes toman forma en una ciudad contaminada y con la Cordillera nevada al fondo.
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